Irina
a secas

Quería

"Era tan joven" pensó.
Se puede decir que estaba arrepentido, pero no podía volver el tiempo atrás.
Era la primera vez que cometía un asesinato, y jamás se le habría ocurrido que un acto tan atroz como el de quitarle la vida a alguien lo haría sentir tan pleno, y es justamente por eso que daría lo que sea por volver al pasado y evitarlo.
Había despertado dentro suyo un monstruo que no sabía que existía, y ahora tenía miedo.
Temía ser como un tiburón, que, una vez que prueba la sangre, sólo puede buscar a su próxima víctima.
Aunque no lo quisiera, sabía que no podría controlarse; necesitaba volver a ver el brillo de unos ojos apagarse, necesitaba volver a sentir los latidos de un corazón esfumarse.
Desde el momento en que su mano jaló del gatillo supo que el espíritu de la muerte le iría pisando los talones.

La primavera guarda secretos.

Fue una de las cosas que Azucena pensó esa mañana de marzo, cuando por la ventana que da al jardín, pudo ver a las hojas de los geranios marchitarse en amarillo seco. Amarilla también es la orina. Gerónimo Marzio estaba recortando las últimas ramas secas de la enredadera, como hacía cada otoño desde que, ocho años atrás, fue empleado por la familia de la pequeña Azucena Vincenti, de cinco años. Familia lo suficientemente rica para hospedar a alguien cuya única función es mantener el jardín colorido. Familia lo suficientemente nefasta para no notar que las paredes de la casa, color blanco sucio, se caen de la humedad. Azucena, que desde hace ocho años conoce los geranios tanto como a la palma del jardinero, sabe que en marzo las hojas son amarillas; y amarillos también son los moretones. Su madre lamenta que todo esté marchito con la llegada de marzo, pero su hija sabe que las flores siempre están marchitas, sobre todo en primavera, con sus colores saturados en bordó sangre y amarillo orina. Su padre siempre agradecido de que Gerónimo no lo deje acercarse a las flores por ser un hombre demasiado brusco, y su hija afligida de que no tenga fama también de perspicaz. Aunque el trabajo de Gerónimo es cuidarlas, siempre permite que las flores se tiñan de amarillo antes de tiempo, que se arrastren hasta el suelo y embarren sus vestiduras de tierra húmeda por la mezcla entre rocío y sudor; las pisotea hasta la llegada de marzo, cuando las flores ya no son lo suficientemente llamativas para cubrirle los secretos; cuando sus colores no son lo suficientemente saturados para no dejar ver el rojo carmín y el verde pus. Cuando ya no tiene donde esconder el cuerpo maltratado y profanado de Azucena, y debe conformarse con mirarla escondida detrás de las pesadas cortinas de terciopelo en la ventana, esperando a que por fin la nieve del invierno arrastre el amarillo, y en la primavera todo vuelva a florecer. Porque las flores sí saben guardar secretos.

Una vez más

Cuando mi madre colocó aquel triángulo sobre la tabla de madera sentí como si mi corazón se hubiera detenido una vez más.
Ella solía decirme que en su casa no se juegan a esas cosas demoníacas y peligrosas. Siempre fue muy supersticiosa, demasiado para mi gusto, que nunca fui de creer en cosas sin fundamento; eso le agradaba, ya que si de algo estaba segura es que nunca iba a probar suerte con juegos de azar, o juegos malditos.
Por eso, cunado apoyó su dedo índice en el tablero, pensé en lo triste y rota que debía estar. Me desmoronó saber que estaba lo suficientemente hundida como para entregarse de esa forma a las sombras de la casa.
De todas formas, no la juzgo. Yo también quería hablar con ella una vez más.

Ese hombre

Cuando ese hombre olvidó los rieles dejó un pedacito de vida en alguna máquina. El otoño no cesaba de llamar a la nostalgia. Nadie encontraba una forma de romper con las cadenas que lo ataban; de callar el motor oxidado, que sin remordimiento resonaba en él.
Las flores no dejaban de desteñirse bajo la lluvia que salpicaba desde las copas de los árboles, aunque hacía rato había dejado de llover. Lo negro de sus dedos engrasados aún hacía presión.
Los cuadros, de trenes sobre lienzo, que no iban a ningún lugar, nunca más vieron la luz. Y el hombre, postrado en el banco, espera y sueña con el día en que los mapas recuperen el sentido.